Renacer con la bestia
Capítulo 2
Desde lo alto, como si se observara desde la perspectiva de un dios, un denso bosque se extendía cubriendo el cielo. Los árboles eran tan altos que superaban tres o cuatro veces el tamaño de cualquier árbol en el mundo original. Sus copas frondosas se entrelazaban como un enorme sombrero natural, bloqueando casi por completo la luz solar. Solo unos pocos rayos lograban filtrarse a través de las hojas, creando destellos de luz sobre el húmedo y oscuro suelo del bosque.
De vez en cuando, enormes criaturas voladoras surcaban el cielo: algunos parecían pterosaurios, otros aves extrañas de alas anchas. Su paso proyectaba sombras inmensas sobre el bosque.
En medio de ese entorno majestuoso, una mariposa gigantesca revoloteaba entre los árboles. Sus alas, vibrantes y coloridas, se movían con elegancia, llenando de vida la penumbra.
El paisaje era abrumador. Aunque las plantas eran diferentes en tamaño, muchas se parecían a las del mundo original. Por ejemplo, frente a una fresa silvestre —que allí llamaban “fruta dulce”—, el fruto era del tamaño de un puño adulto, con un aroma tan embriagador que hacía salivar a cualquiera.
Una mano apareció, recogiendo cuidadosamente la fruta. Su dueño era un joven de rasgos atractivos, ojos castaños profundos y pestañas espesas. Ese joven era Su Yi.
Esa mañana, había convencido a Sinor de confeccionar una bolsa con piel de animal. Aunque eligieron la más ligera, seguía siendo pesada. En ese mundo, las hembras eran más frágiles, y los objetos cotidianos eran desproporcionadamente grandes y pesados para ellas.
Tras obtener el consentimiento de Sinor, Su Yi salió con el pequeño Eli a recolectar frutas cerca de la cueva. El lugar, apartado y rodeado de árboles gigantes, ofrecía hongos por doquier debido a la escasa luz.
Junto al río, encontraron las “frutas dulces”. Lavó una y se la ofreció a Eli, quien la aceptó con timidez. Aunque a él y a Sinor no les gustaban las frutas —eran carnívoros por naturaleza—, Su Yi, como buen humano moderno, insistía en una dieta equilibrada.
Mientras Eli bostezaba y se recostaba sobre una piedra cálida, Su Yi decidió aprovechar el momento para bañarse. Se desnudó y suspiró: aún faltaba mucho para llevar una vida cómoda. Entró al río, que apenas le llegaba a la cintura, y al ver su reflejo, se detuvo.
El rostro que devolvía el agua era delicado, casi andrógino: cejas finas, ojos castaños suaves, labios cereza. No era su tipo. Recordó cómo, siendo policía, había participado en redadas en bares gais. No tenía prejuicios contra la homosexualidad, pero nunca le gustaron los hombres con apariencia tan femenina. Y ahora, ese era exactamente su rostro.
Mientras se enjuagaba, una sensación lo alertó. Se giró instintivamente y vio a Sinor a unos pasos de distancia.
La figura alta y firme del orco lo desconcertó. Lo observó con detenimiento: su piel blanca, sus ojos desiguales —uno rojo con pupila vertical y otro claro como cristal—, sus pestañas largas y claras. Por un momento, Su Yi se quedó atónito ante esa belleza exótica.
Cuando Sinor notó su mirada, bajó los ojos, incómodo. Dio un paso hacia él, pero recordó el rechazo y miedo que solía provocarle Miril. Se detuvo.
Su Yi, al verlo alejarse, reaccionó y le dijo:
—¡Sinor, ayúdame a recoger las cosas!