La guía del padre del villano para criar a un hijo

Capítulo 8


—¿Hemos bloqueado tanto este lugar que esos estudiantes no podrán verlo, verdad?

—Bueno, ¿no es tan obvio?

—¿Pero esto está bien?

—¿Qué tiene de malo? Es solo la supervivencia del más fuerte. Si dejamos que instale su puesto frente a nosotros, ¡seremos nosotros los eliminados! ¿O ya olvidaste que ayer, cuando se colocó ahí, nos dejó sin clientes? ¿Quieres pasar hambre por ser buena persona?

Al escuchar esto, el vendedor de espino cubierto de caramelo vaciló. Rápidamente miró hacia el puesto de teppanyaki que estaba detrás.

Allí, un joven alto y delgado trataba de animar a un niño que se le parecía mucho, como si fueran cortados por el mismo molde. El niño parecía desanimado, con una neblina ligera cubriendo sus ojos oscuros y un leve enrojecimiento en las comisuras, lo que lo hacía parecer especialmente vulnerable.

En el siguiente instante, ambos parecieron notar su mirada y giraron la cabeza hacia él al mismo tiempo. El vendedor de espino desvió rápidamente la vista, apretando con fuerza el asa de su carrito.

—¡Ey! ¿Qué pasa? ¿Todavía piensas en dejarles espacio? —dijo en voz baja el dueño del puesto de roujiamo—. Estás siendo blando en el peor momento. ¿Quieres o no pagar la matrícula de tu hijo el próximo semestre?

Esas palabras tocaron el punto débil del vendedor de espino.

Vendía espinos recubiertos de caramelo cada invierno y fideos fríos en verano. Este año tenía problemas económicos, por lo que esperaba vender bien. Sin embargo, sus ventas ya eran escasas —los estudiantes solo compraban uno o dos palitos por semana—, y desde la llegada del teppanyaki, todo empeoró.

Los otros vendedores insistían en que si no unían fuerzas para frenar a ese nuevo competidor, todos perderían.

Yu Dong, el vendedor, cerró los ojos, convenciéndose de que si no miraba atrás… no tendría que hacer nada.

—Tío, ¿qué estás vendiendo?

Una voz infantil, dulce como una pluma, hizo que Yu Dong abriera los ojos.

El padre y el hijo estaban frente a su carrito.

Yu Dong bajó la mirada y se encontró con unos ojos brillantes, tan luminosos como las estrellas. El niño tenía pestañas largas, mejillas suaves y dos hoyuelos encantadores. Era el niño más adorable que Yu Dong había visto en su vida.

—¿Tío?

La inocencia pura en esa sonrisa lo desarmó.

—Vendo espinos cubiertos de azúcar —respondió con una sonrisa involuntaria.

—¿Espinos cubiertos de azúcar? —repitió Xing Xing, girando su pequeño cuerpo para mirar a su padre—. Papá, ¿están ricos?

Yu Bai se agachó y lo levantó en brazos.

—¡Sí! Mira, hay de fresa, arándano y espino. Se hacen recubriendo las frutas con azúcar que, al endurecerse, forma una cáscara. Cuando la muerdes, lo dulce y lo ácido se combinan…

Antes de que terminara, Xing Xing ya estaba tragando saliva.

—¿Quieres uno? —preguntó Yu Bai.

Xing Xing escondió la cara en su cuello.

—N-No, no quiero…

—Estás salivando —lo delató Yu Bai.

El pequeño se tensó. “¡No soy un niño codicioso!”, pensó. Recordó que pronto iría al jardín de infancia y debía comportarse como un niño grande. ¡Los grandes no babean por la comida!

Yu Bai sonrió y dijo:

—Ya que no quieres, volvamos a montar el puesto.

Xing Xing se aferró a su camisa, claramente indeciso, aunque se mantuvo callado.

—Papá quiere uno. ¿Puedes ayudarme a elegir?

Xing Xing parpadeó, dudando.

—Los de este tío son tan grandes… No puedo comer uno solo. Lo compartiremos, ¿de acuerdo?

—Está bien… —susurró al fin.

—Entonces elige tú —le animó Yu Bai.

—¿Cuál le gusta a papá?

—Todos. Por eso necesito tu ayuda.

Xing Xing miró fijamente los dulces antes de señalar uno.

—El de fresa… ¿sí?

Yu Bai besó su mejilla suave.

—¡Perfecto! Tío, uno de fresa, por favor.

Cuando Yu Bai le entregó el caramelo, Xing Xing mordisqueó con cuidado. La cubierta estaba dura y resbaladiza, así que apenas logró dejar marca. Sus cejas se fruncieron.

Yu Bai no pudo evitar reírse.

—¡Papá, no te rías! —se quejó Xing Xing, haciendo un puchero.

—Perdón. Está muy duro. Esperemos a que se ablande un poco —dijo, acariciándole la cabeza.

—Bien…

—Toma una bolsita para que no se ensucie —ofreció Yu Dong.

—Gracias —respondió Yu Bai.

—¡Gracias, tío! —dijo Xing Xing con su vocecita.

—No hay de qué —respondió Yu Dong con una sonrisa amplia.

Ver a un niño tan educado y encantador le cambió el ánimo.

Poco después, cuando la secundaria Qingqiao estaba por salir, Yu Dong movió ligeramente su carrito, permitiendo que el puesto de Yu Bai quedara a la vista.

Yu Bai lo notó desde la distancia. Su ceja se arqueó ligeramente…


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