El centinela loco transmigrado como un omega florero
Capítulo 4
Era la tercera vez que Baylor soñaba —o más bien, sentía— al mismo hombre.
Esta vez, estaban dentro de la nave estrellada. El hombre se sentaba frente a una consola rota, con la cabeza gacha y concentrado en repararla. Tenía cejas afiladas, ojos intensos, y un rostro definido con líneas duras. Aun vestido con uniforme militar, su postura y presencia revelaban una mezcla de fuerza y elegancia marcial.
Baylor no solía considerar atractiva a la gente. En su opinión, él mismo era lo bastante guapo como para no sorprenderse por la belleza ajena. Pero ese hombre sí le parecía realmente atractivo.
No sabía por qué seguía soñando con él. Recordaba que, en su mundo, algunos centinelas con poderes espirituales muy elevados podían tener sueños precognitivos. Tal vez… esto era uno.
Mientras reflexionaba, su consciencia empezó a moverse. En realidad, no era su cuerpo el que se movía, sino la criatura en la que estaba alojada su conciencia. Se acercó al hombre y emitió un ladrido que sonó casi agraviado.
—No tengo tiempo para jugar —respondió el hombre sin girarse, en tono paciente—. Sé bueno, descansa.
La criatura pareció aceptar, se tumbó y se revolcó por el suelo de acero, frotándose de un lado al otro. De pronto, encontró un aparato cuadrado que, a sus ojos, solo podía significar una cosa: ¡un juguete!
Lo atrapó con la boca, lo lanzó al aire y lo persiguió. Repitió la acción varias veces con gran entusiasmo, hasta que una silla voló por los aires y golpeó la consola. La nave, ya desordenada y dañada, se volvió aún más caótica.
La comisura de los labios de Baylor se crispó. Ese estilo… esa manera de causar estragos…
El cinturón que estaba fijo en la pared fue arrancado y lanzado hacia la consola. El hombre esquivó sin mirar, pero al fin perdió la paciencia.
—¡Basta!
La criatura se detuvo de inmediato, soltó el cojín de su boca y se sentó junto al hombre, dejando escapar un gemido de protesta.
El hombre suspiró, le acarició la cabeza y murmuró:
—Buen chico.
Pareció calmarse… durante unos minutos. Luego comenzó a rascar el suelo con sus garras, haciendo un ruido estridente. El hombre intentó mantener la calma, pero al final no pudo evitar hablar:
—¡Cazador de dragones!
—¿Qué… cazador de dragones? —exclamó Baylor, despertando de golpe.
El técnico que lo vigilaba durante la prueba de calificación dio un brinco del susto.
Baylor se reincorporó. El líquido terapéutico de la cámara de prueba había aliviado el dolor en su cuerpo, pero su ánimo estaba por los suelos.
Esa máquina de demolición con patas era… su cuerpo espiritual. Solo su propio espíritu podía establecer esa conexión e invocarlo en sueños. No había duda.
¿Por qué estaba con ese tipo? ¿Qué hizo ese hombre? ¿Cómo se atrevió a quedarse con mi cuerpo espiritual? ¡Y encima le puso un nombre ridículo!
—¿Cazador de dragones? ¡Por favor! ¡Claramente se llama Súper Lobo!
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó el asistente, preocupado.
Baylor no respondió. Se quedó en silencio durante un minuto, su expresión cambiando sin parar. Justo cuando el técnico pensaba ir a buscar ayuda, Baylor levantó la mirada con intensidad.
—¿Tienes papel y bolígrafo?
—¿Eh? Sí, claro…
Media hora después, Baylor salió del laboratorio. Toynbee le iba a entregar el informe de resultados cuando Baylor le extendió una hoja de papel.
—¿Reconoces este símbolo?
Toynbee observó el dibujo: una cabeza de lobo, algo rústica pero reconocible.
—Es el emblema de la Legión del Lobo Celeste —respondió al instante—. ¿Lo dibujaste tú?
Baylor asintió, frunciendo el ceño.
—¿Dónde están?
—Es la unidad militar del Imperio Ya’an —explicó Toynbee—. El crucero que tomaremos en dos días les pertenece.
Qué conveniente, pensó Baylor. Justamente buscaba al hombre de esa legión. Primero, por su cuerpo espiritual; segundo, por una inquietud más profunda: su estabilidad mental.
En su mundo, el poder espiritual de un centinela podía volverse incontrolable sin la guía adecuada. Sin un guía que calmara esa tormenta, un centinela podía perder la razón y convertirse en una amenaza. Desde que llegó a este mundo, Baylor había temido ese desenlace.
Y ese hombre… había logrado calmarlo.
Tal vez, era un guía en este mundo. Eso explicaría por qué su cuerpo espiritual estaba tan apegado a él.
Toynbee, ignorante de sus pensamientos, notó su interés por la legión. Dudó un momento y luego preguntó con cautela:
—¿Conoces al general Ewan?
—No.
La respuesta lo sorprendió. ¿Cómo podía no conocerlo? Ewan era un alfa de clase S, el líder de la Legión del Lobo Celeste, un genio militar sin igual. Toynbee empezó a recitar datos: joven, temido, respetado… pero Baylor lo interrumpió con una ceja arqueada.
—¿Eres su fan?
Toynbee, incómodo, prosiguió con su monólogo, describiendo al general como un hombre inalcanzable, hosco, con poco interés en los omegas.
Baylor lo observó con una mezcla de curiosidad y lástima.
—¿Le guardas rencor?
—Solo ten cuidado. No lo provoques. Mantén la compostura —insistió Toynbee con tono paternal.
Pero antes de que terminara, Baylor ya se había alejado diez metros.
No me interesa ese general. Me interesa recuperar lo que es mío… y encontrar un guía.
Dos días después, el crucero del Imperio Ya’an atracó en el cielo. Era enorme, cubriendo gran parte del firmamento con su estructura metálica gris. Mientras los medios se centraban en la ceremonia pública de entrega de recursos, en una zona oculta del puerto se realizaba otra ceremonia secreta.
Un funcionario se acercó a Baylor con un objeto en la mano: un anillo negro para el cuello.
—Señor Baylor, por favor, póngase esto.
Baylor lo miró con desprecio.
—¿Me estás tratando como a un perro?
—Este es un bloqueador especial para omegas. Aísla las feromonas y previene que… bueno, que lo marquen —explicó el guía, incómodo.
Antes de que terminara de hablar, Baylor ya se lo había puesto. Olió su propio cuerpo: efectivamente, la feromona había desaparecido.
—¿Es seguro?
—Muy sólido. No se puede quitar sin la llave, salvo cortando el cuello… y eso sería fatal.
Solo dos llaves existían: una en poder de Toynbee, la otra… en manos del general Ewan.
El guía pensaba que Baylor se sentiría humillado. Pero no.
Después de investigar la “sexualidad” de este mundo, Baylor comprendió la biología omega. ¿Una cavidad reproductiva? ¿Y embarazos? Definitivamente, no iba a permitir que nadie se le acercara en celo.
El anillo era su “chaleco antibalas”. No tenía problema en llevarlo.
El guía intentó ajustarlo:
—Debe colocarse sobre la glándula… déjeme ayudarle…
—No hace falta —lo cortó Baylor—. Sé dónde está. La tercera vértebra cervical. Si presionas la barbilla y giras, puedes matar a una persona enseguida.
El guía se quedó helado. Baylor lo miró con calma y añadió:
—Por cierto… ¿puedo esterilizarme?
—…¡!
—Olvídalo. Solo preguntaba —dijo Baylor, sonriendo con frialdad.
Primero, encontraré a ese hombre. Luego… planearé el resto.