Carro de panqueques
Capítulo 11
Huang Hai siguió a Di Zang hasta una villa de dos pisos en las afueras del país. Al entrar al edificio, Di Zang habló:
—Bien, el carrito de panqueques que te di, ¿se lo diste a alguien más?
—¿Qué quieres decir con «dar»? ¡Lo compré! —Huang Hai levantó dos dedos—. ¡Por dos mil!
Hoy iba vestido con ropa deportiva, zapatillas blancas y un brazalete de edición limitada a juego. Se veía limpio, juvenil.
—Conocí a un chico muy guapo ayer —comentó Di Zang con admiración—. Estaba atendiendo el carrito y vendiendo panqueques.
—Ah, él es mi amigo. Compré el carrito para él —respondió Huang Hai, sin percibir ninguna amenaza en el tono—. ¿Por qué me trajiste aquí de todos modos? Si mi padre se entera de que ando con mafiosos, me va a matar a golpes.
Di Zang se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el sofá, revelando su amplio pecho tatuado.
Huang Hai lo miró torpemente. Tenía que admitirlo: era jodidamente sexy.
—Para ser sincero, mi carrito fue utilizado por mi amigo para atraer a un chico rico y guapo —confesó Huang Hai.
—¿Un chico rico y guapo?
—No preguntes más. Es solo una estrategia para atraparlo.
Di Zang sonrió levemente.
—¿Podría ese tipo ser Yin Liang?
Huang Hai quedó boquiabierto.
—¡Mierda!
—Es mi hermano menor —dijo Di Zang mientras sacaba una cámara réflex del gabinete—. Nuestros padres son cercanos.
—No puede ser. El padre de Yin Liang…
Huang Hai retrocedió.
—¡Ah, maldita sea! ¡Este mundo es jodidamente complicado!
Di Zang tomó un par de fotos al azar.
—No le digas nada a Yin Liang —pidió Huang Hai, por primera vez cediendo ante Di Zang—. Lu Lu ha estado enamorado de Yin Liang por más de dos años. Si arruino esto, me va a desollar vivo.
—Muy bien, entonces paga —dijo Di Zang con elegancia—. Como hablamos la vez anterior, si me dejas hacer unas tomas, todo es negociable.
—Maldita sea… —Huang Hai no encontraba palabras—. Está bien, pero sin desnudarse. Hay muchas restricciones estos días…
Di Zang frunció el ceño con impaciencia.
—Si no te desnudas, olvídalo. Lárgate.
—¡Ay, no seas así!
Huang Hai lo pensó una vez más. Todos eran hombres, no había por qué avergonzarse. Cerró los ojos, respiró hondo y se quitó la ropa.
Mientras tanto, Di Zang ajustaba la cámara. Las tomas eran sencillas, puras. Solo arte.
Luego caminó hasta una mini nevera y sacó media sandía.
Huang Hai se puso verde al verla.
—No, no, ge… soy principiante. ¿Realmente necesitas accesorios?
—Tú eres el fondo. Quiero fotografiar la sandía —respondió Di Zang, con descaro.
Huang Hai resopló, poniendo los ojos en blanco, pero aguantó. Di Zang se acercó para ajustar su postura.
Huang Hai mostraba su cuerpo, con las manos presionadas a los lados de su rostro. Se arqueó levemente, sonrojado.
—Ah, tu pecho… está chocando conmigo…
Di Zang bajó la mirada y se apartó. Agarró un periódico en inglés y se lo lanzó.
—Acuéstate en el sofá. Pon la sandía entre tus piernas, cúbrete donde sea necesario y tápate la cara con el periódico.
Huang Hai lo maldijo mentalmente al menos cien veces, pero obedeció. Abrazó la fría sandía con resignación.
El obturador de la cámara hizo clic. En el visor apareció una piel joven, hermosa, con un delicado parche de poros visibles por el frío.